LAS Logias reunidas estando dirigidas por las leyes primitivas de una Orden de paz y caridad, deben distinguirse por una gran decencia en sus asambleas[...] Esta también severamente prohibido hablar en Logia de religión y materias políticas

domingo, 20 de abril de 2014

¡CRISTO HA RESUCITADO!, por el Reverendo Padre, el Arcipreste Jean-François Var, con motivo del domingo de Resurrección, Prior Clerical Honorífico del GRAN PRIORATO DE HISPANIA

¡CRISTO HA RESUCITADO!

Sí, Cristo ha resucitado –realmente!

De igual modo que ha nacido, verdaderamente, en nuestra humanidad sometida a la muerte, igualmente ha resucitado, verdaderamente, en nuestra humanidad liberada de la muerte.

Contemplemos este doble misterio.

El nacimiento en el tiempo, del seno de la Virgen, del Hijo pre-eterno del Padre sin comienzo –“del Antiguo de los días”, como lo nombran las Escrituras- ha sido un acontecimiento capital, único, que ha cambiado totalmente el curso de la Historia en él dándole un nuevo sentido: la Historia de la caída se ha convertido en la Historia de la salvación.

La caída de Adán, el primer Hombre –caída voluntaria, si bien no del todo consciente, ya que la consciencia del hombre no estaba completamente despertada, era de algún modo la de un niño, dicen los Padres, que hablan de “la chiquillada” del pecado- ésta caída habría precipitado a la raza humana en la prisión del pecado y de la muerte. Y el tiempo se convirtió en cierto modo en la muralla infranqueable de ésta prisión en la que el hombre daba vueltas, entrañado por la rueda del destino, curvado bajo el yugo de la fatalidad de la destrucción inexorable bajo sus dos aspectos, la muerte corporal, y la muerte espiritual, es decir el pecado que corta la fuente de toda vida, que es Dios.

La encarnación del Verbo ha hecho explotar esta rueda y derribado esta muralla. Como escribe nuestro Padre san Irineo:

A fin de procurarnos la vida, el Verbo de Dios se hizo carne gracias a la Virgen a fin de destruir la muerte y vivificar al hombre, ya que es en la prisión del pecado que nos encontramos, por haber cedido al pecado y caído bajo el poder de la muerte. Rico en misericordia, Dios el Padre nos envía pues su Verbo. Este, viniendo para salvarnos, desciende hasta los más recónditos lugares en los que nos encontramos, y rompe por ello las cadenas de nuestra prisión.”

“El Verbo desciende hasta el más recóndito lugar en que nos encontremos”, esto quiere decir que se endosa nuestra humanidad pecaminosa, caída bajo el yugo del pecado, hace suyo nuestro “cuerpo de muerte”, como dice el apóstol Pablo, es decir condenado a la muerte y portador de muerte. Como lo decimos en cada liturgia, en el Canon eucarístico:

Ha descendido de los cielos, ha tomado la forma de esclavo [los esclavos del pecado y la muerte, somos nosotros] aceptando de buen grado sufrir para liberar su obra y reformarla a imagen de su gloria.”

Sí, ha asumido en él todos los sufrimientos del mundo, sufrimientos físicos, morales y espirituales –es lo que recapitulamos a lo largo de toda la Semana Santa. Él, el Justo, el Inmaculado, ha tomado –y toma- sobre él todos nuestros pecados, todos nuestros crímenes, todos los de todos los pecadores y de todos los criminales de todos los tiempos pasados, presentes y futuros –y esto es la agonía en el huerto de Getsemaní. Él, el Inocente, se somete a los insultos, a las humillaciones, a las torturas, las torturas de todas las víctimas de todos los tiempos- y lo hace compareciendo ante Pilatos, la flagelación, la coronación con la corona de espinas, el camino a la cruz. El, el Inmortal, se somete a la muerte en el cadalso en los sufrimientos de todos los condenados –culpables o inocentes- de todos los tiempos.

En la cruz, experimenta el abandono de todos –sus discípulos a los que hasta hace poco llamaba sus amigos han huido; sólo su Madre y algunas mujeres, con el discípulo bien amado, permanecen, apartados. Y este abandono llega hasta límites inconcebibles: el abandono de Dios. De dónde este grito: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. El, Dios, ¡abandonado por Dios! ¡qué abismo de misterio! De algún modo, acepta la ocultación de su propia Divinidad a fin de descender hasta el colmo de la desesperación humana.

Ahora bien; ni un grito de protesta por su parte, ni una exclamación de revuelta: solamente la aceptación total, el abandono a la voluntad del Padre –y el perdón.

Y entrega, igualmente: nos lega, en la persona de Juan (que allí nos representa a todos ya que cada uno de nosotros es el discípulo bien amado), lo que él más quiere: a su Madre; es decir, ésta humanidad que ha recibido de ella, que es la nuestra, que ha santificado y que va a glorificar.

Ya que, he aquí un acontecimiento fulminante: “rompe las cadenas de la muerte y sale victorioso de los infiernos tenebrosos”; resucita por su propio poder, no como Dios solamente, sino como Dios y Hombre. Nace, como nosotros, hombre mortal, y nos hace como él, hombres inmortales. Resucita personalmente, y nos resucita también con él, “él, nuevo Adán, padre de una nueva humanidad, Primer nacido de entre los muertos”, y esto porque seremos en lo sucesivo miembros de su cuerpo, que somos con él como él es con su Padre.

Y ¿dónde y cómo somos uno con él? En la Iglesia, que es su cuerpo y del que él es la cabeza; y por los misterios que la Iglesia celebra y por los cuales está instituida.

Sí, la Iglesia es portadora de la Resurrección. No solamente la anuncia, da testimonio de ella, la proclama ante el mundo; sino que, más todavía, la actualiza, la hace presente, hace efectiva y real ésta resurrección de Cristo y de todos nosotros en la celebración del misterio eucarístico, y en particular, cada domingo, “día del Señor”, que es en cada ocasión la renovación de la Pascua.

Seamos conscientes de esto: en el misterio eucarístico, si lo vivimos plenamente, es decir en la plenitud de la fe, daremos cumplimiento a nuestra propia resurrección al mismo tiempo que a la de Cristo. ¡Seremos liberados de la prisión del pecado, seremos salvados! En tanto que estamos “en el mundo”, estamos sometidos todavía al pecado y la muerte; pero en tanto que no seamos “del mundo”, no seremos ya más esclavos del pecado ni de la muerte, podremos dominarlos con y en Cristo. Somos pecadores, pero justificados; somos mortales, pero inmortales: fecunda antinomia si sabemos mantener juntos estos dos elementos, estos dos cabos de la cadena.

Para nosotros, cristianos, que somos de Cristo, que somos Cristo (es el sentido del término “cristiano”), la Resurrección es la única razón de nuestra vida. Sin la Resurrección, como dice el apóstol Pablo, vana es nuestra fe, vana nuestra predicación, y somos falsos testimonios ante Dios. Pero si la Resurrección es la razón de nuestra vida, es preciso vivirla concreta y efectivamente cada día; cada día debemos vivir conjuntamente nuestra muerte y nuestra resurrección; no la una sin la otra: las dos juntas. Vivir la Resurrección y vivir en Cristo son dos cosas rigurosamente sinónimas, ya que Cristo ha dicho: “Yo soy la Resurrección y la Vida”. Nuestra única preocupación debe ser pues hacer crecer en nosotros a Cristo resucitado.

¿Cómo hacerlo? ¿cómo lograrlo? Hay multitud de métodos, pero dos de ellos están perfectamente comprobados, ya que el mismo Cristo nos los ha enseñado con la palabra y con el ejemplo: el don y el perdón.

El don de uno mismo: “no hay mayor amor que el dar la vida por sus amigos” –en el bien entendido que, según las enseñanzas de Cristo, nuestros enemigos son también nuestros amigos. La entrega de uno mismo no requiere forzosamente grandes actos heroicos: puede consistir simplemente en dar una parte de nuestro tiempo, de nuestra atención, saber escuchar, ofrecer respeto, benevolencia, una sonrisa… como cada uno pueda, de acuerdo a las propias posibilidades; pero con constancia, no de manera eclipsada o intermitente.

El perdón: es el medio más seguro de hacernos conformes a Cristo. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”: tal es la plegaria de Cristo en el momento mismo que lo están crucificando; y esta será también la plegaria de san Esteban el primer protomártir, el primer mártir. El perdón es liberador; es un medio seguro de liberarnos de la ley del pecado, que es la ley del odio.

Los dos juntos: don y perdón, pueden decirse también: caridad y amor: “Allí donde hay caridad y amor, allí está Dios. Es el amor de Cristo que nos reúne y nos une y en medio de nosotros permanece Cristo nuestro Dios”. Esto es lo que cantamos el Jueves Santo. Y hoy: “Es la alegría de la resurrección. Perdonemos todo a causa de la Resurrección.” El perdón prolonga para nosotros y en nosotros la realidad de la resurrección.

Venid, venid todos a lo largo de ésta semana pascual, la “semana de los siete domingos”, a celebrar los misterios de la vida inmortal. Dejaros inundar y transportar de alegría ante la belleza de Cristo resucitado, el más bello de los hijos del Hombre, ¡nuestro Buen Dios! Y luego compartid esta alegría con la tierra entera, sed en todas partes portadores de la Buena Nueva. Anunciad a toda criatura, a los hombres, a los animales, a las plantas, a los árboles, a las piedras del camino, a los ríos y los océanos, proclamando, con el corazón lleno de alegría y acción de gracias:

¡Cristo ha resucitado!


Gran Canciller/Gran Secretario
GRAN PRIORATO DE HISPANIA
Reina Amàlia, 12; Int. O-72 - E-08001 Barcelona (Espagne)
Tel. (+34) 93 443 44 06 - Fax: (+34) 93 443 44 04

No hay comentarios:

Publicar un comentario